Terminé de leer On the Road a mitad de camino. En el avión, cuando Madrid, Londres y Paris desaparecieron de la pantalla GPS y, por el lado izquierdo, ya se podía leer Nueva York. Mientras el Boeing me arrastraba de nueva cuenta al viejo nuevo continente, y hacía como una flecha por esquivar toda la Unión Americana y dar justo en el corazón de México, los personajes de mi libro cruzaban Río Grande y se dirigían con su habitual sonrisa y saltos sobre el asiento al mismo sitio que yo.
Y aquí estoy, haciéndole al bandido. Mi familia haciéndo cosas que no veía desde que estaba en prepa, los amigos disgregados y tranquilos. También yo: tranquila, dispersa. Estoy viviendo una felicidad innominable, tal vez la de ya no sentirme necesariamente parte de esto.
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