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12.4.07

Sobre el origen de la conciencia moral en el individuo, Freud propone que las nociones de "bueno" y "malo" que cada uno de nosotros tenemos surgen de un proceso de interiorización de las reglas sociales aprendidas (las familiares, antes que nada). A partir del conocimiento de lo que está prohibido y permitido se elabora una conciencia moral propia que llega a ser tan o más severa que la misma autoridad en quien está inspirada. Lo interesante del fenómeno es que ocurre de forma inadvertida para el individuo y, por lo tanto, esa conciencia aparece como un precepto universal, o un atributo de la naturaleza humana, o una instrucción divina, y no como el resultado de las normas sociales de un tiempo-espacio determinado, la educación familiar y la propia experiencia de vida.

A partir de esto podemos explicarnos que una de las crisis más importantes en la historia personal sea ese rompimiento con los valores heredados y el establecimiento de otros nuevos, definidos conscientemente (que puede darse en cualquier etapa de la vida o nunca). La lucha es dolorosa porque se lidia tanto con el exterior como con el interior. Uno se enfrenta a los castigos prometidos por la autoridad externa (represión, abandono, rechazo) y la interna (remordimientos, sentimiento de culpa). Es una lucha, sin embargo, que debe llevarse a cabo con el fin de que el individuo pueda (empezar a) ser dueño de sí mismo.

Proponemos que ese proceso de interiorización de una "influencia ajena y externa" ocurre también en otros fenómenos, en particular, en la conformación de la autoimagen. El conocimiento del mundo y nuestra imaginación nos motiva a experimentar con nuestra forma de ser: personalidad, rol social, intereses, etcétera. Cuando manifestamos estas aspiraciones, la gente a nuestro alrededor puede reaccionar a ello atendiendo a su propio concepto de nosotros y del mundo. Como resultado, habrá quien apoye y estimule nuestras pretensiones y otros que manifiesten rechazo y escepticismo. En otras palabras, uno proyecta una imagen de sí (una propuesta de ser) a los demás y éstos manifiestan su confianza o desconfianza en que dicha imagen pueda realizarse. Como decía, nos parece que también en esto puede darse un proceso de interiorización del discurso ajeno: se transforma nuestro juicio acerca del mundo (qué es posible y qué no) y, más importante aún, nuestro juicio de nosotros mismos. 

De manera que, lo mismo que el caso anterior, debe producirse un rechazo a esta imagen de sí moldeada por agentes externos. La imagen de sí mismo es importante, no porque constituya una realidad sino porque da el espectro de posibilidades de ser que tiene cada uno fundado en nuestro conocimiento del mundo, de nosotros mismos y nuestra capacidad de imaginar. Es, además, fuente de motivación. Por eso me parece fundamental aprender a protegerla frente a las reacciones ajenas negativas que casi nunca, creo, son expresadas literalmente sino, más bien, con actitudes, gestos, incluso silencios.

En pocas palabras: estaba pensando en la conveniencia de rechazar sistemáticamente a quienes no creen en nosotros porque con su actitud deterioran nuestra autoimagen al grado de encontrarnos –injustificadamente- incapaces de realizar lo que en otro tiempo imaginamos factible. Y si con esto tememos perder a algún ser querido, pensemos en la posibilidad mucho más lamentable aún de perdernos a nosotros mismos.




[1] Este asunto del surgimiento de la conciencia moral en el individuo propuesto por F. es mil veces más complejo de lo que yo expreso aquí y, al mismo tiempo, está expuesto de una manera tan hermosamente sencilla, comprensible y aparentemente irrefutable de lo que yo podría hacerlo jamás por lo que estoy obligada a remitirlos a la parte VII de El Malestar de la Cultura y aclarar que de ninguna manera me siento conforme con abordar este tema tan superficial y caóticamente.

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